La Marina tiene el platívolo, pero no tiene la materia gris. Las cofradías y la Fuerza Aérea tienen la materia gris, pero no tienen el platívolo. Y el Ejército, mientras yo viva, tendrá el poder… Después, Dios dirá.
—PALABRAS ATRIBUIDAS A JUAN DOMINGO PERON meses antes de su muerte acaecida el 10 de marzo de 1955.
MI MÁS SENTIDO PÉSAME, DICE PERÓN ni bien se abre la puerta. Acaba de franquear la reja del jardín y ahora está a cinco pasos de la entrada a la casa. Sabe que no hacen falta presentaciones ni saludos formales. Caer de improviso y a esa hora de la noche ya es impertinencia suficiente como para saltearse cualquier formalidad.
La lluvia cae infatigable, minuciosa, como si quisiera barnizar cada rendija de la casona de Santos Lugares.
Las luces interiores se encienden. El dueño de casa está en pijamas.
—¿Nos deja poner la chatita bajo los pinos? —sonríe Perón con fingida timidez—. Creo que el compañero se va a echar una siestita.
A medias incrédulo, a medias dormido, Ernesto Sábato asiente. El compañero abre el portón de hierro, y mete la camioneta en una sola maniobra. Motor y luces se apagan.
—Hágalo pasar —dice Sábato señalando al de la camioneta. Se aclara la garganta, eleva un poco la voz por sobre la tormenta—. Puede esperarnos en la cocina.
Perón levanta la mano y el de la chatita toca un largo bocinazo. A unas cuadras de allí, un silbato responde y la locomotora se pone en marcha.
—El compañero está bien donde está —dice Perón. Mira sobre el hombro hasta que el traqueteo se pierde en la noche—. Gracias por recibirme a esta hora.
El impermeable presidencial va dejando charquitos en el piso lustroso. Perón cierra la puerta y apoya el maletín de cuero en una silla. Luego se arrepiente y lo baja. Sábato le alcanza una toalla.
—Póngase cómodo —dice—. Voy a adecentarme.
—Disponga.
El General seca la silla y se sienta, todavía con el impermeable puesto. Sábato se aleja rumiando alguna inquietud y encendiendo luces. Los fantasmas retroceden.
Perón se saca el impermeable y lo cuelga del perchero. Con la toalla se seca el rostro y el maletín. Vuelve a sentarse y se moja el pantalón.
—La pucha…
Levanta el rostro y ve las tres urnitas sobre una repisa. Recuerda por qué está ahí. Varias razones, en realidad, pero un solo movimiento para satisfacerlas a todas.
Poco antes de la muerte de Evita, siendo ya gobernador de Buenos Aires, Mercante se había ofrecido como chofer para llevarlo a la casa de Santos Lugares. Pero entonces no era prudente visitar a Sábato. Los cofrades no sabían qué esperar de él. Houssay decía que era inestable, que ya no era un hombre de ciencia. Gaviola y Balseiro lo confirmaban: Sábato había dejado las matemáticas y la física para dedicarse a escribir, era un caso perdido.
Pero ahí estaban los trabajos científicos, los dos ensayos, la novela… En el maletín, Perón lleva un ejemplar de Hombres y engranajes. Lo leyó varias veces. El libro está colmado de anotaciones.
Busca instintivamente fotos de Matilde y los hijos de Sábato. No las encuentra. Toda la habitación se rebela contra esas omisiones. Son como fosas abiertas, a punto de desmoronarse porque ya no soportan el vacío que dejaron las palas. Sólo están las urnas. Como si aquel hombre no quisiera recordar a los suyos de otra forma que no fuera la que dicta la cruel realidad.
Sábato regresa. Viste ahora una camisa blanca abierta en los primeros botones, y pantalones oscuros y arrugados. Todavía lleva pantuflas. Se detiene un instante para arrancar dos páginas del almanaque que cuelga cerca del dintel: 15 de marzo de 1953.
Perón sonríe sin darse cuenta, alentando la forzada continuidad de los días y las cosas.
—Le agradezco la visita y las condolencias —dice Sábato.
—Faltaba más. En momentos como éste tenemos que acompañarnos.
Sábato desvía la mirada. Se pregunta si no será alguna clase de reproche porque no le dio el pésame por la muerte de Evita. Se siente tentado de aliviar la culpa a través de la simple matemática del dolor: Sábato perdió tres seres queridos, Perón sólo uno.
Rechaza la tentación, se refugia en cuestiones más prácticas.
—¿Le parece si cebo unos mates? ¿O prefiere un café?
—Buena idea. Mate está muy bien, gracias.
—Voy a poner el agua, entonces.
—Disponga.
Perón extrae una cajita laqueada del bolsillo de la camisa, la abre y saca un cigarrillo. Luego de encenderlo, al guardar el mechero, se acaricia el pendiente en el pecho por puro reflejo.
Sábato regresa a la sala, manotea un cenicero y se lo alcanza al General, rechazando con el mismo gesto la invitación de Perón.
—Ya fumé bastante en estos días —murmura—. Pero adelante, no me molesta para nada.
—¿Se sabe algo del perpetrador? —pregunta Perón.
—No hay perpetrador —corrige Sábato, contrayendo las facciones—. La policía cordobesa me dijo que el tipo sufrió un síncope y perdió el control del coche.
Perón baja la mirada.
—Y los caminos de la sierra son tan estrechos… Me imagino.
Sábato se sienta. Extiende los brazos hacia Perón, las palmas ahuecadas hacia arriba como si fueran los platos de una balanza.
—El chofer del micro tenía dos opciones: O se la daba de frente o intentaba esquivar. —Mientras explica, eleva una mano y luego la otra.
—No se puede esquivar —deduce Perón—, ahí nomás está el barranco.
—No, no se puede.
—Una decisión estúpida. En lugar de morir uno o dos, murieron muchos.
—Once —precisa Sábato en un hilo de voz—. Las matemáticas y la vida se llevan a las patadas.
Perón se queda en silencio, prolongando una pitada. Sábato se mira las manos ahuecadas, sopesando cada alternativa. ¿Chocar de frente? ¿Esquivar? Baja y sube los platos de la imaginaria balanza, hasta que descubre que esa elección no le pertenece. No puede cambiar el pasado: alguien ya eligió y se equivocó.
—Es difícil seguir viviendo después de eso —dice Perón, apenas el humo se disipa—. Pero créame: se puede.
—¿Le parece que se puede seguir viviendo? —pregunta Sábato ofendido.
Perón asiente.
—¿Y cómo se hace? —insiste Sábato.
Perón dilata la respuesta, hasta que escucha el pitido. Se vuelve hacia la cocina.
—Creo que le hierve el agua.
Sábato se levanta y abandona la sala con prisa. Alza un poco la voz.
—Lo que más me duele…
Pasan unos minutos y Perón escucha un sorbo apagado. Al principio cree que el escritor está llorando e intenta ponerse de pie. Sábato termina de chupar el primer mate y escupe el buche verde y amargo a la pileta.
Cuando reaparece en la sala, murmura un escueto No se moleste, y apoya los implementos del mate sobre la mesa. Perón vuelve a sentarse.
—Fue una muerte absurda, General. Inevitable, estúpida y absurda…
La pena le ha anegado la garganta al escritor. El General aprovecha, toma la pava y empieza a echar agua en el mate de calabaza.
—¿Lo toma dulce, Don Ernesto?
—No, así está bien. El azúcar me trae acidez. —El escritor saca un pañuelo y se seca las primeras lágrimas, esperando que sean las únicas. No tiene suerte—. ¡Mire cómo me he puesto! Me viene a visitar un presidente y no hago más que…
—¡Qué presidente ni ocho cuartos! —exclama Perón, pasándole el mate a Sábato—. Ha sufrido una pérdida terrible… Tres pérdidas, quiero decir.
—Ya sabe que no tenemos las mismas ideas, pero en esto creo que me comprende mejor que nadie.
La bombilla canta y Sábato devuelve el mate. Perón se ceba uno para él.
—Todas las muertes son absurdas, Don Ernesto. —Da una chupada, levanta una mano—. Fíjese usted: A Evita se la llevó esa enfermedad de mierda. ¿Tiene algún sentido? ¿Quién tiene la culpa de que a uno se le ponga el cuerpo en contra?
—Nadie… Dios, supongo, en el caso de que sea usted creyente.
—Yo tampoco tengo perpetrador, ¿se da cuenta? Quiero decir: Las cosas pasan.
Perón ceba otro mate y se lo pasa al escritor.
—Es absurdo, pero es perfecto —dice Sábato. Perón le clava la mirada sin hacer mella en el estado de abstracción del escritor—. En estos casos, el hecho de la muerte se agota en sí mismo. No deja estela, no deja hilacha. Sólo el vacío.
Perón afloja la mirada.
—Tal cual —admite.
Afuera la lluvia arrecia. Sábato suspira, las lágrimas se han evaporado.
—En París conocí a un matemático que decía que la muerte era una singularidad. ¿Está familiarizado con el concepto de singularidad de una función?
Perón acude a sus memorias del Colegio Militar, pero allí no hay nada que lo ayude a salir del brete. Sonríe:
—Me imagino que usted sabrá ilustrarme como es debido.
Sábato se levanta y abandona la sala, para regresar luego de unos minutos con una libretita de anotaciones y un lápiz. Traza una vertical divisoria en una de las hojas, como quien está por anotar los tantos del Chinchón. En la cabecera de las columnas escribe X e Y. Cerca del pie de la página escribe: y = 1/(2-x).
—Ésta es una ecuación, que puede representarse en los ejes cartesianos.
—Me doy cuenta —responde Perón, divertido. De repente toma conciencia de la predisposición del escritor a lo que vendrá luego, y eso lo pone feliz.
—A estos valores de x —sigue Sábato, garabateando números en la columna de las abscisas— le corresponden
otros tantos valores de la función y. ¿Pero qué pasa cuando le doy a x el valor 2?
Perón se acerca y observa con detenimiento la ecuación.
—Una división por cero —responde.
—Usted lo ha dicho.
Sábato traza dos ejes perpendiculares y representa la ecuación. Lo que Perón ve son dos curvas: una en el semiplano positivo, que escala por una pendiente abrupta y se interna en el cielo de las ordenadas; la otra, por debajo del eje de las abscisas, asciende vertiginosamente desde el infierno de los valores negativos. Sábato traza una línea vertical, más tenue, delimitando la singularidad en x=2. Ninguna de las curvas cruza ese valor.
—No hay continuidad —dice Perón.
Sábato asiente: —Hay una singularidad en x=2. Podemos saber qué valores asumirá la función a medida que nos
acercamos a la singularidad o nos alejamos de ella, pero no hay forma de saber qué valor tiene en 2. Y, para colmo,
cuando pasamos del otro lado de la singularidad, la curva ni siquiera está en el mismo cuadrante.
—La vida se descalabra —concluye Perón—. Después de una muerte como ésta, uno no puede imaginarse cómo sigue la cosa.
Toma la libreta con cuidado, como si fuera algo nuevo, exótico. Dos ideas parecen encajar en algún rincón de su cerebro: se percibe en la sonrisa confiada, en cómo se abren los ojos y luego se cierran sin dejar arrugas en los
párpados. Deja la libreta sobre la mesa.
—¿Y la propia muerte? —insiste Perón—. ¿Qué sería?
Sábato recoge la libreta y aprecia la imagen por un instante. Gira el lápiz-goma con un hábil movimiento de dedos y borra la curva por debajo de las abscisas.
—La interrupción de la función, supongo.
—Es curioso que elija esa función —suspira Perón aplastando el cigarrillo en el cenicero—. La singularidad se da en el 2. Nosotros somos dos.
Sábato ceba el último mate.
—No se me ponga metafísico, General.
—No me pongo metafísico. Va a ver que no. ¿Me permite el lápiz?
Perón toma la libreta y, sin girarla, vuelve a trazar la segunda curva, intentando seguir el espectro que ha dejado la goma de borrar sobre el papel.
—Se necesitan dos para saber cómo sigue la función, ¿se da cuenta? Cuando el protagonista de la función es otro, podemos ver qué hay a ambos lados de la singularidad. No sabemos qué pasa en ese punto, pero al menos podemos confiar en que la vida, de alguna manera, sigue. —Perón cubre con la mano la segunda curva—. Pero cuando es uno mismo… se está demasiado implicado. Usted lo dijo: la función se interrumpe. No podemos ver qué pasa del otro lado del abismo. —Devuelve la libreta y le da la última chupada a la bombilla—. Por eso digo que es curioso que haya elegido el 2.
Retumba un trueno y Sábato tiene un vívido déjà vu: se ve a sí mismo, levantándose de la cama a los tumbos y abriendo la puerta a las once de la noche. Mi más sentido pésame, dice el Presidente de la República.
Se pregunta si será un sueño, si realmente habrá despertado.
—¿Está bien, Don Ernesto? —pregunta Perón.
Sábato coloca la libreta en el estante, junto a las urnitas.
—¿A qué ha venido, General? —pregunta.
Perón presiente que no sería cortés dilatar más la velada. Sonríe, como quien ha sido descubierto en una mentira blanca.
—Verá: yo también
tengo una singularidad. Una singularidad extraña, si quiere, pero singularidad
al fin. Y como estoy demasiado implicado, también tengo este problemita del
punto de vista. Quiero saber cómo sigue. O, mejor dicho, quiero asegurarme de
que lo que hay del otro lado del abismo nos conviene a todos.
Sábato se queda mudo, los dientes apretados, los ojos fijos en su
interlocutor. No es un sueño. O tal vez aún no ha despertado.
—No se engañe, Don Ernesto —sigue Perón—. A diferencia de las
matemáticas y la geometría, los políticos podemos influir sobre la función para que sea como nosotros queramos. O
al menos que nos arrimemos un poco. Podemos preparar las condiciones… ¿Cómo le
llaman ustedes?
—Las condiciones de entorno —contesta Sábato con renuencia.
—Eso mismo. Veo que nos entendemos.
Sábato comprende entonces que ha hecho algo terrible. Le ha obsequiado al General la metáfora matemática.
Intuye que, en manos de Perón, esa herramienta puede ser catastrófica.
—General, tenga cuidado —advierte sin poder disimular la desolación—. La vida no es el modelo matemático que usamos para representarla.
—Lo sé. —Perón abre el maletín y saca el ejemplar de Hombres y engranajes. Lo deja sobre la mesa—. Lo sé porque usted me lo enseñó.
Sábato se queda sin aliento por un instante.
Toma el libro, lo hojea, repara en las anotaciones al margen. Perón aprovecha el intervalo y extrae del maletín un sobre de cuero. Lo abre. Desparrama una docena de fotografías sobre la mesa.
—Necesito su consejo —dice.
—¿Está seguro, General? —pregunta Sábato enarcando una ceja. El gesto, la sorpresiva vehemencia en el tono, la leve inclinación sobre la mesa, sirven para acentuar el desafío—. Sigo siendo el mismo de siempre… ¿Por qué no me
pidió consejo antes de censurar las obras de teatro o expulsar a los profesores de la universidad?
—Esto no es política interna, Don Ernesto —responde Perón con aire conciliador—. Podemos discutir la conveniencia o incluso la legalidad de mis acciones, pero esta cuestión lo supera todo. No lo estoy invitando a que se afilie. Le pido
que me escuche, que sea más abierto de lo que yo fui.
Sábato pasa del libro a las fotos. Frunce el ceño con perplejidad, no está seguro de lo que ve.
—Le prestaría un servicio enorme a la patria —continúa Perón, al tiempo que guarda el libro para que Sábato se concentre en las fotos—. Usted es un hombre sensible, capaz de tomar distancia y pensar las cosas. Hablé con muchos
científicos, más de los que quisiera, pero me parece que me cuentan sólo una parte de la película. Necesito un punto de vista diferente.
Sábato se acomoda las gafas. Una de las fotos muestra un trozo de metal pulido y labrado, sobre el cual se distinguen decenas y decenas de jeroglíficos. En otra, una grúa montada sobre un barco levanta algo. Sábato ignora qué pueda ser. Han tomado la foto en mar abierto, o de espaldas a la costa… Oficiales de la Marina que se retratan junto a lo que parece la tobera de un reactor, como si fueran pescadores exhibiendo una pieza de treinta kilos…
Tubos transparentes, placas llenas de molduras, un muestrario de objetos retorcidos dispuestos ordenadamente sobre el piso de cemento de un galpón… Una mesa de operaciones iluminada con reflectores de campaña. Dos cirujanos
destripan un cuerpo inflado que dista mucho de ser humano.
Sábato devuelve las fotos.
—No juegue conmigo, General. —No es una exigencia, es un ruego.
—Esto es serio, Don Ernesto —advierte Perón—. Tan serio como para molestarlo en un día como éste.
—Entonces explíquese.
Perón carraspea. Su interlocutor le ha dado carta blanca, y es necesario usarla prudentemente si no quiere perder la oportunidad. Pero Sábato está a la defensiva. Necesita desarmarlo para que entienda.
—Permítame un breve paréntesis para que comprenda mejor lo que me ha motivado a visitarlo —dice Perón, mientras recoge las fotos y las acomoda siguiendo una secuencia que Sábato no logra predecir—. Después del terremoto de San Juan, allá por el ´44, un geólogo mendocino me comentó que los chinos usaban aves de corral para anticiparse a los terremotos. ¿Se imagina? Una red de corrales que recorría todo el imperio y los científicos de aquel entonces vigilando de qué ánimo se levantaban los pobres bichos. —Sábato se saca las gafas y comienza a frotarlas con impaciencia—. El punto es que las gallinas son sensibles vaya a saber a qué cosa que les permite predecir los terremotos. Yo creo que los
pensadores, los escritores como usted, tienen esa sensibilidad respecto de la sociedad. Ese libro que escribió usted lo demuestra.
—Lo que usted necesita es una gallina —dice Sábato, un poco indignado.
—No lo tome a mal. Era un ejemplo. —Perón hace una pausa, la sonrisa congelada. Un chasquido de lengua rompe el hechizo—. No digo que a los políticos nos guste mucho esa capacidad que ustedes tienen. Es peligrosa, sobre todo si los artistas están en la contra. Son como notas desafinadas dentro de la orquesta nacional, y ustedes no siempre tienen la virtud de ver las cosas desapasionadamente. Pero tampoco podemos negar que esa sensibilidad existe. Así que me propongo usarla en beneficio de todos. —Perón se acomoda en la silla ostentosamente, sin apartar la mirada de su interlocutor—. Lo que necesito es una mente lúcida como la suya, que vea las cosas desde afuera y me diga que hay
más allá de… —Apoya el índice sobre la foto de la autopsia—. Más allá de esta singularidad.
Sábato abandona una vez más la sala. Necesita alejarse del aura del General para pensar con claridad. Perón busca la caja laqueada y saca otro cigarrillo. En el sobre de cuero hay otros papeles con fechas, nombres, sucesos. Los coloca
junto a las fotos. Se abre la camisa y se acaricia una vez más el pendiente que cuelga del cuello: un trozo de metal, no más grande que un pulgar, con signos tallados. Son similares a los de la foto.
Sábato regresa con la frente mojada y una toalla en la mano: se ha lavado la cara. Se coloca las gafas y mira las fotos, y los papeles, y la extraña pieza que Perón lleva colgada al cuello.
La toalla cae al piso.
—¿De dónde salió todo eso? —pregunta.
Perón cree que es un buen signo.
—Para ordenar el caos, nada mejor que unas cuantas preguntas bien formuladas —le dice—. Siéntese, por favor. Así le cuento toda la historia de una buena vez.
—¿Y si yo decidiera no colaborar?
Perón sonríe.
—Sería una pena. Pero no se preocupe: que usted esté al tanto no tendría la menor importancia. Nadie va a creerle. Además, muchos colegas suyos están enterados. Lo que menos querrá usted es mancharlos con sus sospechas, ¿verdad?
—Supongo…
—Eso… y el pequeño detalle que estaría traicionando a la patria, por decirlo claramente. Es un secreto de Estado.
Sábato se sienta. Levanta la foto que muestra el trozo de metal.
—¿Esto…? ¿Un secreto de Estado?
—Lo considero un hombre de honor. Cuando entienda la magnitud de mi problema…
—Comience, por favor —interrumpe Sábato—. Tiene toda mi atención.
Perón hace aparecer unas gafas de lectura y consulta brevemente los papeles, sin molestarse en levantarlos.
—El 3 de julio de 1947, durante unos ejercicios navales en el Mar Argentino, los muchachos avistaron un accidente aéreo. Fue a la altura de Comodoro Rivadavia, pero en mar abierto. Algo se precipitó al agua. Fue rápido, no como cuando cae un avión. Mandaron al destructor Cervantes para que investigara. —Perón señala la foto de los marineros posando frente a la tobera—. Encontraron los vestigios del accidente: grandes piezas de metal, paneles, cosas así. No les llamó la atención hasta que vieron la nave, que había salido a flote y estaba bastante entera. Y en el interior encontraron tres cuerpos, como éste que se ve en la foto. —Perón se masajea la nuca—. Yo no me enteré hasta veinte días después, ¿se imagina? Por eso renuncié al Ministro de Marina de entonces, Fidel Anadón. Y después tuve que negociar con la Marina para tener acceso a la nave. La tenían escondida en el Sur.
Sábato escucha atentamente, no quiere interrumpir. Ahora entiende el porqué de la secuencia fotográfica: no es la primera vez que Perón presenta el suceso. Pequeñas conferencias a domicilio que lo empujaron a ensayar hasta el más pequeño de los gestos. Es un buen actor.
—Hace seis años que venimos investigando la nave, tratando de entender la tecnología que la produjo —sigue Perón—, y algo es seguro: no viene de este mundo. ¿Me comprende?
Hace una pausa para ver si la revelación tiene algún efecto sobre su interlocutor. Sábato le devuelve una mirada fría y turbia.
—El potencial es enorme —admite Perón—. Kurt Tank y Ronald Richter están en el Instituto Aeronáutico de Córdoba, tratando de reproducir los motores de esa nave. La parte mecánica y electroquímica es compleja, pero Richter cree que dentro de un año o así estará en condiciones de fabricar el combustible nuclear que ese motor necesita. Aquí, en la Provincia de Buenos Aires, Bernardo Houssay y su grupo están investigando los cuerpos y los sistemas de supervivencia…
—¿El profesor Houssay? —interrumpe Sábato—. Creí que lo habían jubilado.
—Eso fue una locura —responde Perón con una carcajada—. Gracias a Dios tuvo remedio. Imagínese: Houssay ganó el Nobel el mismo año en que cayó el platívolo. Créame, estaba en condiciones de pedir lo que quisiera. Tuvimos que
hacer muchas concesiones para garantizarnos su participación en el proyecto.
—¿Él le pidió que me viera?
—Ah, cierto. —Perón se pone serio—. Ustedes dos no se hablan.
Sábato asiente. Por un momento cree que a Perón se le ha escapado aquel pequeño detalle. Para Houssay, Sábato es un traidor a la ciencia, o cuanto menos un becario desagradecido. Pero luego se da cuenta de que es imposible. Ese dato es una de las tantas herramientas de presión que Perón invoca a voluntad. Como las fotos, como los informes rubricados por ex-colegas o los abruptos cambios de tono del General.
—Me retiró el saludo hace como diez años —admite Sábato.
—Vea… Yo no necesito que sean amigos —explica Perón secamente, dando así por cerrado el último capítulo de la conversación—, como tampoco necesito que usted se haga justicialista, ya le dije. Sólo les pido que dejen de lado
cualquier diferencia para que trabajen, juntos o separados, como prefieran, en pos de un bien mayor. Hay mucha gente involucrada, ¿entiende? De todas las ramas de la ciencia y la filosofía. Reclutamos astrónomos y lingüistas que ahora
mismo están descifrando los diagramas y los jeroglíficos que encontraron tallados en la nave… Y también tengo un grupo de pensadores, incluso astrólogos, que están considerando otras cuestiones relacionadas con esa caída.
—Perón se acerca a Sábato y baja la voz hasta transformarla en un susurro grave—. Porque, más allá del provecho tecnológico que le podamos sacar al ingenio extraterrestre, la cuestión fundamental es que todo esto viene a
demostrar que ya no estamos solos en el universo…
—¿También hay militares involucrados? —tantea Sábato.
—Claro, era inevitable. Una de las hipótesis indica que el platívolo era una sonda tripulada, de escasa autonomía. Tal vez nos estuvieran vigilando a la espera de vaya uno a saber qué cosa.
—¿Cómo hizo para mantener todo esto en secreto?
Perón no se esperaba la pregunta. Ahora sonríe, y Sábato comprende que le ha dado al General una oportunidad de lucirse.
—Cofradías —responde Perón. Durante tres segundos la palabrita queda suspendida entre ambos interlocutores, como una pequeña e inalcanzable estrella semántica. Luego Perón se digna a precisar la idea—: Sólo unos pocos elegidos
tienen acceso a la nave. Dos o tres por cofradía, y tan sólo unas pocas veces al año. Esos elegidos estudian durante una o dos semanas in situ, y luego bajan sus observaciones a los grupos de trabajo dentro de las cofradías, ya sean físicos, matemáticos, electromecánicos, químicos, biólogos, antropólogos… Tenemos también algunos grupos interdisciplinarios para temas puntuales. Cada grupo planifica nuevos experimentos y observaciones, vuelve a pedir turno, y la ronda comienza de nuevo. Cuando se necesita reclutar a un profesional no iniciado, entra a formar parte del círculo externo de la cofradía: muchas veces no sabe siquiera en qué está trabajando. Conforme va ascendiendo de grado, se le dan más responsabilidades y conocimientos. La verdad es que, más allá de la tripulación del Cervantes y de
algunos militares y ministros, no son más de treinta los que han accedido al platívolo o a los cuerpos.
Sábato suelta el aire, afloja los hombros. La incredulidad cede, pero no fácilmente. Es como si avanzara entre telarañas que se quedan pegadas a los dedos y en el rostro. Perón le muestra varios informes. Algunos llevan firmas que él conoce. Le muestra cartas manuscritas de Luis Federico Leloir y Enrique Pichon Rivière.
—Esto es algo grande, Don Ernesto. Aquí no hay lugar para mezquindades de ninguna clase. Imagine que en dos años estaremos en condiciones de fabricar automóviles eléctricos, y poco después tendremos estaciones de recarga en cada esquina de la ciudad. Ya estamos probando en secreto decenas de aleaciones nuevas, más livianas y resistentes… Incluso si no llegáramos a hacer funcionar algunas de estas cosas, nos quedaría la infraestructura. Le doy un ejemplo: tuvimos que montar circuitos cerrados de televisión entre los laboratorios y los santuarios donde almacenamos partes de la nave, con perdón del eufemismo. Pero lo que es más importante, y es ahí donde necesito su ayuda, es que esto es una singularidad. Y yo no sé cómo sigue la vida después de esto, cuando lo hagamos público en dos o tres años. Y es algo que va a pasar, de un modo u otro. Así que yo prefiero hacerlo bien, entender y luego preparar las mejores condiciones de entorno. No sé si me interpreta…
—Creo que sí. —Sábato baja la mirada—. General, esto me supera…
—Por supuesto que sí. No me lo venga a contar a mí, Don Ernesto. Soy político y encima milico: prefiero los escenarios previsibles.
Perón acomoda los papeles en el sobre de cuero, y luego toma una a una las fotos y las guarda.
—Déjeme pensarlo —pide Sábato—. Como usted comprenderá, acabo de sufrir tres pérdidas terribles, y mi cabeza no funciona como yo quisiera.
Perón intenta un gesto de acompañamiento, apoyándole la mano en el hombro del escritor.
—No se preocupe. Si me apresuré a venir es porque quería dar una respuesta a esa pregunta que usted me hizo. Cómo
se sigue después de esto… Con un proyecto, algo que nos demuestre que somos necesarios, que la vida no nos dejó en pelotas…
—Sí, por supuesto —responde Sábato, poco convencido.
Sólo queda una foto sobre la mesa, la última de la secuencia. Muestra una ruta de la serranía, el espectro negro de una frenada sobre el pavimento, guardrails retorcidos y arrancados, asintóticos a la trayectoria de un probable móvil que se desbarrancó de la foto. Un segundo vehículo, excepcionalmente aguzado y brillante, flotando a pocos metros del sitio del accidente…
Sábato baja la mirada, pero la foto ya no está.
Perón cierra el maletín diestramente, y saluda con un abrazo que parece drenar la poca energía que le queda a Sábato. Da unos pasos, recoge el impermeable del perchero y se adelanta al dueño de casa para abrir la puerta.
Levanta la mano a modo de despedida.
El escritor se queda inmóvil, sorprendido por el impulsivo gesto de cariño del presidente. Responde el saludo con una sonrisa mecánica, indecisa, somnolienta.
—Espero que me devuelva la visita —dice Perón al cruzar el dintel—. Lo estaré esperando.
La tormenta se ha retirado, pero todavía faltan tres horas para que salga el sol. El compañero se despereza en la chata al oír la voz del General. Toca un largo bocinazo. El silbato del tren le responde.
Alejandro Alonso (2005-2007)